viernes, 15 de febrero de 2013

No, no hablaré de la corrupción

Es curioso que no hayas escrito de la corrupción en tu blog. 

Esta es la frase que mis amigos y familiares más me han comentado durante las últimas semanas. Y es cierto, ¿por qué no he escrito de ello todavía? Y lo he pensado, lo he meditado, lo he recapacitado, lo he digerido y deglutido, lo he madurado y fermentado, me he colocado en la posición de El pensador –especialmente cuando mis intestinos realizan una tarea sumamente beneficiosa para el cuerpo, excepto para las papilas olfativas-, y mi almohada me ha acunado en los momentos de desasosiego mental y corporal frente la atroz idea de no saber la respuesta. 
Finalmente ésta llegó cuando, por enésima vez en lo que llevamos de año y mientras mis ojos se filtraban entre las líneas del televisor ojeando un telediario cualquiera, mi ser cognoscente se iluminó con un fulgor difícilmente olvidable y averigüé la respuesta a la pregunta que tanto me había torturado. 
Fue como si me relajara tras una semana de restreñimiento, como si una pila incandescente irradiara, cual faro de Alejandría, a mi atribulado raciocinio, como si un velero bergantín anclara, cual liana ante un acantilado, frente a mi espíritu naufrago, como si don Quijote venciera reales gigantes malinterpretados como falsos molinos, como si Supermán hubiera superado sus almorranas de kriptonita, como si…, sí, como todo ello. 

¿Por qué no he escrito todavía de la corrupción que nos está inundando diariamente desde todos los frentes periodísticos conocidos y por conocer? Pues no lo he hecho porque no me ha salido de los cascabeles testiculares, de los badajos del placer, de las maracas seminales; y porque odio con todas mis fuerzas una de las particularidades que, tanto humanos como animales, poseemos, esto es, vomitar. Odio vomitar, arrojar, arquear, desaguar, expeler, regurgitar, echar la pota; y este tema me produce nauseas, me da asco, me repugna como ser humano saber que hay casi cinco millones de parados. Conozco demasiados de ellos que poseen carreras, idiomas, experiencia, títulos, ganas, energía y están luchando para conseguir un puesto laboral -aunque sea por un sueldo irrisorio pero, al menos, poder sentirse útiles, cotizar y andar por la vida con una tímida sonrisa iluminándoles la cara-, pero destrozan sus manos luchando contra muros de piedra mientras por la televisión les escupen, les insultan, les menosprecian, les pisotean, les ríen en la cara y los violan con las imágenes de ladrones rastreros, de hijoputeros con pedigrí, de cabrones con cuerno quemado, de ratas hediondas que simulan su inocencia tras una sonrisa más falsa que la virginidad de Cicciolina mientras, cual tiosgilitos, se relamen con sus cuentas en Suiza, sobresueldos ensobrados, beneficios bancarios de daciones suicidas y falacias partidistas con gobierno mayoritario. 

No, no hablaré de la corrupción. Soy humano y me gusta serlo. Soy honrado y me siento orgulloso por ello. Duermo con la conciencia muy tranquila cada noche y lo digo con la frente bien alta. Y me duele ver tanta maldad en este mundo. Me duele llorar con lágrimas secas de gases lacrimógenos.

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